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Infancia y juventud (1828 – 1847). Parte 1

Una ciudad portuaria

    Nantes, es una ciudad francesa de origen bretón, que a inicios del siglo XIX, era uno de los más importantes puertos de Francia; en sus muelles atracaban goletas y bergantines dedicados al tráfico de tejidos y especias con las colonias galas de América Central. Pero el comercio también enseñaba allí su otra cara: el rigor de los libros mayores, la rutina disciplinada de las oficinas de embarque, la gravedad de las transacciones bancarias, en otras palabras, el orden. Los comerciantes coloniales de Nantes se enriquecieron a tal punto, que se convirtieron en dueños de veleros sobre el río Loira y de viviendas en las Antillas.

Su opulencia era casi fabulosa, y las gentes del puerto les llamaban «plantadores de Santo Domingo», cuyas cuantiosas fortunas se habían cimentado básicamente sobre el trabajo, el sudor y la muerte de sus esclavos negros en las plantaciones de caña de azúcar.

Una isla en medio de un río

    En 1723, ochenta de estos comerciantes se dispusieron a adquirir un islote arenoso prácticamente deshabitado, enclavado en el río Loira cerca de su desembocadura al mar Atlántico, en pleno corazón de la ciudad. Su único habitante el molinero Grognart, protestó y así obtuvo un buen precio por su molino. Feydeau de Brou, intendente de Bretaña, ratificó el acta de cesión y bautizó la isla con su nombre. Luego que, por medio de pilotes y de un piso de maderas exóticas, creyeron fijar para siempre este suelo aluvionario, los compradores levantaron, para su único uso, ochenta lujosas casas, repartidas en ocho bloques regulares, a lo largo de una calle central, la calle Kervegan. Estas moradas, a las cuales el desnivel de su subsuelo acuático ha hecho perder la vertical, se ornaron de balcones labrados, cariátides de estilo clásico y local, tapicerías y otras maravillas.

Los grandes hombres de negocios, vivían exclusivamente entre ellos en aquella especie de ciudad privada. En las noches de verano se les veía ir y venir en el jardín triangular de aquella Pequeña Holanda, conversando de sus negocios, de la blanca azúcar y de los bosques de ébano, bajo los balcones del voluptuoso marqués de la Villestreux, supremo potentado de la isla. Las guerras napoleónicas, el derrumbe de la Compañía de Indias, el Tratado de París, la rebelión de los negros que daría origen a Haití, y la abolición de la esclavitud, arruinaron y dispersaron a los plantadores de Santo Domingo. La isla Feydeau se vio, poco a poco, abandonada por sus primeros dueños. Las crecidas del río Loira obligaron a levantar el nivel del suelo, mientras que las antes señoriales banquetas comenzaron a poblarse de puestos populares. Más tarde, los nuevos habitantes, ansiosos de amueblarse al gusto del día, vendían las reliquias del gran pasado. Las casas, los muebles y las demás riquezas pasaron a manos de los miembros de las profesiones liberales.

Nacimiento

    En el otoño de 1825, en la época en que la isla Feydeau se mantenía aún anclada como un barco al Loira como si se dispusiera a zarpar de un momento a otro, un joven abogado, procedente de la ciudad de Provins, se convertía en un habitante de aquel distrito insular. Su nombre era Pierre Verne. Había realizado sus estudios de leyes en París y con el fruto de sus ahorros acababa de comprar el bufete de abogado del maestro Paqueteau. Por aquel entonces quedó prendado de una paseante encantadora de la isla, a la cual pidió volver a ver. Desde ese momento ambos corazones se aproximaron y no se alejarían ya. Dos años después, el 19 de febrero de 1827, contrae matrimonio con aquella joven: Sophie Nanine Henriette Allotte de la Fuÿe, descendiente de una familia de origen bretón y escocés, compuesta por marineros y gente de letras.

Los registros del Ayuntamiento de Nantes y los de la Parroquia de Santa Cruz mencionan que: «Pierre Verne, hijo de Gabriel Verne, juez de Provins, y de la señora Masthie Prévost, se casó con Sophie, hija de Jean Louis Augustin Allotte de la Fuÿe y de la señora Marie-Sophie Adélaïde Guillochet de la Perrière domiciliada, como sus padres, en la calle Olivier-de-Clisson, isla Feydeau». Por los escasos medios económicos del joven abogado, el nuevo matrimonio burgués, debió de instalarse en la casa de los padres de Sophie, en la isla Feydeau. En esta isla urbana, nacería el 8 de febrero de 1828, el primer hijo de esta unión, al cual le dieron el nombre de Jules, Julio, por recomendación de su abuelo paterno Gabriel, quien hizo un largo viaje desde Provins, donde era magistrado, hasta Nantes, para asistir al día del bautizo de su nieto. Aquel día, Pierre Verne anunció que su hijo sería también abogado, y que se haría cargo de su bufete cuando él muriese.

El nacimiento del niño en la casa de la abuela materna, decidió a los padres de Julio, buscar un nuevo hogar, instalándose ahora en el número 2 del muelle Bart, muy cerca del despacho del flamante y ambicioso procurador Pierre Verne. Después del nacimiento de Julio, le seguirán el de Paul en 1829, Anna en 1836, Mathilde en 1839 y Marie en 1842, quedando así conformada la familia Verne, por los padres, dos hermanos y tres hermanas.

El origen de los Verne y de los Allotte

    El apellido paterno Verne, lleva la semilla de los celtas, y eso los hace inquietos y viajeros y pueda que de sangre real. El nombre de Verne o Vergne equivale al de aulne en celta, siendo este el nombre de un pequeño árbol que crece en Europa central.
El apellido materno Allotte es de origen escocés y data en Francia desde la llegada a ese país de un tal Allott junto con la guardia escocesa del rey Luis XI. Los servicios del esforzado Allott debieron de ser tan nobles, que el monarca tuvo a bien concederle el «derecho de la Fuÿe». Tal privilegio real le autorizaba la construcción de un palomar, y el arquero escocés levantó su castillo, aportando al clan una nobleza regalada, naciendo así Allotte, señor de la Fuÿe, estableciéndose en Loudun. Pero ya en el siglo XIX, el nombre de la Fuÿe, como el de sus parientes, los de la Celle de Châteaubourg y los Du Crest de Villeneuve, revelaban las preocupaciones nobiliarias de una burguesía cuyo triunfo sobre la nobleza era aún reciente.

Una familia burguesa

    Pierre, por su condición de hijo y nieto de abogados, era un representante del mundo burgués. De apariencia severa y autoritaria, veneraba la posición social basada en el poder económico, culto al dinero, seriedad, amor al orden, pragmatismo, dogmatismo religioso y un respeto maníaco por la puntualidad, la exactitud y la disciplina; sin embargo, no se le debe considerar como a un padre frío o distante. Sus familiares lo recuerdan como una persona afectuosa, de inteligencia curiosa, algo poeta, amante de la conversación y apasionado de la música. Julio mantendrá con él relaciones ambiguas, que siempre se moverán entre la rebeldía y el respeto. Sophie Allotte, la madre, era una mujer emparentada con una de esas antiguas y arruinadas familias de armadores y marinos. Ella aportaba a aquel nuevo hogar el calor, la fantasía y la sensibilidad artística. Su pariente, el pintor Françisque de la Celle de Châteaubourg, buen amigo y retratista del escritor Chateaubriand, será quien cuente a los niños las primeras historias literarias. Otro familiar, el tío Prudent, un antiguo armador de buques, que Julio Verne recordará con cariño, llenará con sus nostalgias y remembranzas marinas la mente de los infantes. Julio le dará años después su nombre a uno de los personajes de su novela Robur el Conquistador.

Una revolución popular

    En 1828, cuando Julio Verne vino al mundo, detentaban el poder en Europa una serie de monarquías absolutas, que, tras la derrota de Napoleón en 1815, intentaron aniquilar los frutos que la revolución francesa de 1789 había producido. Pero el resultado final de aquella revolución que abrió la Edad Contemporánea, es decir, el paso al poder político, social y económico de la burguesía, podía ser obstaculizado, mas no detenido.
En 1830, la presión social derriba a Carlos X, el último monarca Borbón de Francia, que pretendía gobernar en forma absolutista, y pone en su lugar a Luis Felipe de Orléans, «el rey burgués». El bueno de Luis Felipe, sería al comienzo un rey muy popular gracias a sus inclinaciones democráticas y su sencillez, dando inicio a la Edad de Oro de la burguesía, que, bajo el lema «enriqueceos» acumulará grandes fortunas, merced a sus actividades mercantiles y empresariales. De él dependerán los destinos de Francia, durante la niñez y juventud de los hermanos Verne.

La pasión por el mar y los viajes

    El pequeño Julio y su hermano Paul, vivieron su infancia en la Nantes provinciana y marítima de la época, sus primeros recuerdos serían pues, los veleros y las gabarras que subían y bajaban por el río Loira y el hermoso puente que unía las dos riberas, delante mismo de su casa, en la ancha y sucia calle Kervegan.
El caserón de sus abuelos maternos era muy grande y viejo, en los desvanes se podían encontrar objetos raros y retratos de marineros barbudos, que a los hermanos Verne les llamaba la atención. Pudieron compartir además la fascinación por la correspondencia de sus antepasados que encontraban dentro de los cofres ubicados en los desvanes del caserón; en aquellos legajos se hablaba de tierras y mares lejanos, relaciones de productos exóticos y de noticias de mundos misteriosos apenas explorados. No es difícil comprender que, criados en este ambiente de comercio fluvial y rodeados de recuerdos marítimos por parte de su familia materna, los inseparables hermanos quisieran ser marineros, para embarcarse rumbo a tierras desconocidas y vivir en ellas las más emocionantes aventuras. De los dos, sólo Paul podrá realizar el sueño de ser marinero, sueño vedado a Julio que, como hijo primogénito, estará obligado a seguir la carrera de Derecho, para hacerse cargo del bufete paterno. Paul llegará a convertirse en el gran colaborador de Julio Verne en sus novelas, por sus aportes en el conocimiento de las artes marinas.

Un antepasado de la familia Verne, François de la Perrière, fue un distinguido explorador de las regiones boreales y se le menciona con frecuencia en las tertulias familiares, sobre todo en aquellas a las que asiste el tío Alexandre Allotte, armador de barcos de Nantes, y cuya conversación gira naturalmente alrededor de los viajes y riesgos de las empresas navieras que patrocina. Ese mundo alucinante de viajes, aventuras y maravillas técnicas contrasta con la monótona vida del tranquilo hogar de los Verne.