El transatlántico Great-Eastern
Jules Verne fue un apasionado del mar. A la periodista Marie A. Belloc, que lo entrevistó en 1895, a sus sesenta y siete años, le confesó con melancolía: «Soy un devoto del mar, y no puedo imaginar nada más ideal que la vida de un marinero.» Esta fuerte atracción que sintió desde su infancia en la ciudad portuaria de Nantes, lo llevó a adquirir hasta tres barcos, con los cuales navegó en numerosos cruceros alrededor de los mares europeos. Sin embargo, la única vez que el escritor se animó a viajar hasta Nueva York, junto a su hermano Paul, en 1867, lo hizo a bordo del barco más grande de su tiempo, el Great Eastern. El propósito de Verne era usar sus notas de viaje hasta Norteamérica para escribir una nueva obra. El estudio de su diario de viaje revela esta decisión, pues se trata de una valiosa libreta de apuntes con documentación precisa de notas, figuras y esquemas alusivos al viaje, de los cuales tomará la data necesaria para redactar el libro, al que finalmente titulará Una ciudad flotante.
El Great Eastern fue concebido originalmente para unir a Inglaterra con su lejana colonia australiana, pero por razones económicas, se le impuso un cambio de programa, haciéndolo surcar el océano Atlántico. Fue el barco más grande construido en su época. Pesaba 30.000 toneladas, tenía una longitud de 211 metros, en tanto que su hélice era movida por un motor de 1.600 caballos de vapor, mientras una caldera de 1.000 caballos hacía girar las dos ruedas de paletas. Además, era un seis palos equipado con el mayor lujo y con una capacidad para transportar a cuatro mil pasajeros alrededor del mundo sin necesidad de reabastecerse. Este monumental navío fue idea de Isambard Brunel, un inglés de origen francés, y fue construido en los astilleros John Scott Russell & Co de Millwall, en las orillas del río Támesis, en Londres. El Great Eastern siguió siendo el barco más grande jamás construido en el siglo XIX. Incluso, en 1899, el RMS Oceanic, con sus 215 metros de eslora, no superaba su tonelaje.
La construcción del gigantesco Great Eastern comenzó en 1856. Al igual que muchos de los ambiciosos proyectos de Brunel, la fabricación de la nave superó el presupuesto inicial y pronto se quedó atrás frente a una serie de problemas técnicos. Por ello, el barco fue descrito como un «elefante blanco». Pero en este caso, el fracaso de Brunel se debió principalmente a un clima económico desfavorable, pues sus buques estaban muy por delante de su tiempo. A pesar de ello, el colosal barco fue terminado en enero de 1858, fecha en que se procedió a su botadura, siendo bautizado originalmente con el nombre de Leviatán.
El barco realizó un primer viaje de prueba en setiembre de 1859 que culminó en tragedia. Cuando bajaba por el Támesis rumbo a Southampton, su puerto de matrícula, se produjo un accidente a causa de una explosión en la sala de máquinas. Este lamentable hecho ocasionó serios daños y provocó la muerte a diez miembros de la tripulación. El desastre sumió en una profunda aflicción a Isambard Brunel, su creador, quien no superó esta desgracia y murió de tristeza, sin poderle mostrar al mundo su gran navío, al que él cariñosamente llamaba Great Babe.
Ese mismo año, el barco realizó otro viaje de prueba. No obstante, su viaje inaugural fue anunciado para junio de 1860, el cual debía cubrir la ruta de Southampton a Nueva York. El Great Eastern partió rumbo a la ciudad norteamericana, llegando a su destino luego de once días de navegación. En aquel primer viaje transatlántico, la tripulación estaba compuesta por quinientos hombres y el pasaje se reducía a cuarenta y seis personas. Al regreso, sólo setenta pasajeros volvieron en él de los Estados Unidos. Poco tiempo después, en otro de sus viajes, una tormenta destruyó casi en su totalidad la parte superior del barco y más tarde el capitán se ahogó, completando la cadena de infortunios que lo acompañaron desde sus inicios.
Esta serie de fracasos en su objetivo inicial para transportar pasajeros, confirmaron que la inutilidad del barco era tan considerable como su tamaño. Debido a las pérdidas ocasionadas por sus viajes entre Inglaterra y Norteamérica, fue retirado de servicio, tras la quiebra de su compañía naviera. A pesar de todo, el Great Eastern fue comprado en 1866 por el financiero norteamericano Cyrus Field para utilizarlo en el tendido del cable telegráfico que, por el fondo del mar, unió el Viejo Mundo al Nuevo; una ardua obra de ingeniería que duró dos años y que es considerado como uno de los mayores logros en la historia de la construcción naval. Verne rinde homenaje a esta hazaña en Veinte mil leguas de viaje submarino, cuando el Nautilus del capitán Nemo sigue el recorrido del cable en su ruta a través de las profundidades marinas.
Aquel año de 1866, Verne había aceptado el encargo de escribir un libro distinto al de su producción novelística, que le acaparará mucho tiempo de trabajo y que incluso postergará la publicación de sus propias novelas. Se trataba de la obra enciclopédica Geografía ilustrada de Francia y de sus colonias, que su editor Hetzel ya publicaba por entregas. Esta obra la venía realizando Théophile Lavallée; sin embargo, a causa de su muerte, Hetzel debió convencer a Jules para terminarla. Por ello, en diciembre de 1866, el autor escribía la Geografía ilustrada sin descanso. Gracias a su buena labor, la venta de los fascículos consigue el éxito editorial y lo recompensa económicamente con creces, ya que está muy feliz de «ganar fácilmente de quince a veinte mil francos». Pero para ello debe seguir y seguir escribiendo, al punto que su salud se resiente.
Rumbo a Norteamérica
Para ese entonces, luego del tendido del cable telegráfico, el Great Eastern fue alquilado a sus propietarios por otro grupo de negociantes, quienes buscaban obtener ganancia con el viaje de los norteamericanos que deseaban venir a París para apreciar la Exposición Universal de 1867. Para ello, debían llevar primero el barco a Estados Unidos.
La noticia del próximo viaje del Great Eastern llena de entusiasmo a Jules, quien piensa que a bordo del gigantesco navío inglés podrá mejorar su salud. Así lo confirma la misiva que le envía a su padre como respuesta a la preocupación que siente él por su delicada salud: «Este trabajo suplementario dará a Honorine –esposa de Jules– algunos miles de francos, y me permitirá hacer a mí, con Paul, esta travesía en el Great Eastern, de la cual te he hablado hace mucho tiempo…Tu hijo cariñoso, que trabaja como un esclavo y que tiene el cráneo a punto de estallar». Su cráneo no estalla, pero la intensa actividad intelectual le provoca serios dolores de cabeza, vértigos y problemas intestinales. Pero la emoción del viaje parece influir en su mejoría, mientras que su hermano Paul, quien siente la misma emoción que Jules, se alista a partir y prepara todo lo necesario para el viaje.
Es así que el 16 de marzo de 1867, los dos hermanos se embarcan para Liverpool. Están felices de viajar solos, alejados de la vigilancia de sus esposas. Pero al llegar a su destino, los hermanos se encuentran entre las víctimas de la maldición que parecía pesar sobre el barco. La partida se había retrasado tres días, porque –le refirió Verne al editor– «el monstruo no estaba listo; pero ahora ya tiene la tripa llena y mañana emprenderemos la marcha. Además, la vuelta será en la fecha prevista; sin embargo, nos quedaremos sin esos días de estancia en Nueva York.»
Los hermanos Verne compensaron el retraso, paseando por la ciudad de Liverpool. Desde su hotel, Jules le escribe a Hetzel: «Mi hermano y yo admiramos maravilla tras maravilla y le aseguro que he hecho buenas provisiones para el futuro». Al fin, el 20 de marzo se produce la partida y Verne está impresionado con el Great Eastern: «Este navío es la octava maravilla del mundo». En efecto, este colosal paquebote de 211 metros, es el símbolo del desarrollo industrial del siglo XIX, y es natural que motive la imaginación de Jules: «El Great Eastern es una obra maestra de la construcción naval, es más que un buque, es una ciudad flotante, un pedazo separado del suelo inglés, que cruza el mar y va a juntarse al continente americano».
El autor se siente bien a bordo y disfruta de confrontar sus conocimientos con la realidad, pero durante el trayecto, en el que viajaban alrededor de mil pasajeros, la maldición, como era de suponer, se hizo presente. Un marino murió aplastado por la caída de un ancla y Jules asiste con tristeza a su inmersión en el mar. Luego, otro hombre cayó al agua arrastrado por una ola que barrió la cubierta. En general, los pasajeros sufrieron la inclemencia constante de una mar embravecida, que convertía la aparente fortaleza del transatlántico, en la fragilidad de un barco de papel. No obstante, a Verne no deja de entusiasmarle este titánico barco que se balancea en el mar como una pluma: «¡Qué ejemplo de la habilidad humana! Nunca antes había llegado tan lejos el genio industrial del hombre!»
Pese a todo, la travesía supuso una emocionante experiencia para Verne, quien también aprovechó los días de navegación para hacer amistad con la tripulación del barco y recabar de ésta, la información de sus peripecias vividas en la colocación del cable telegráfico tendido entre Estados Unidos y Gran Bretaña. En fin, el autor acumuló durante la travesía una valiosa cantidad de anécdotas y datos para sus futuras obras: «Ya tengo emociones en reserva para el resto de mis días». Cuando está a la vista del continente norteamericano, le escribe a su editor, el 9 de abril: «Tengo la necesidad de decirle que el cariño que le tengo en Francia no es menor en América. ¡Ah! si hubiera venido con nosotros, su corazón habría palpitado con fuerza más de una vez, ya que los incidentes y, desgraciadamente, los accidentes, no han faltado durante el viaje. Gracias a las pruebas que hemos soportado desde hace quince días, creo que mi libro sobre el Great-Eastern será más variado de lo que hubiera querido. Hemos padecido golpes de viento aterradores. El Great-Eastern, a pesar de su volumen danzaba en el océano como una pluma entre las olas. Un golpe de mar se llevó la proa. ¡Fue espantoso! Mi hermano confiesa no haber visto nunca una mar tan embravecida.»
Otro tema que le preocupa es la perspectiva de su viaje de regreso. Los pasajeros están informados que la salida rumbo a Europa está planificada para el 16 de abril; es decir, ¡sólo disponía de una semana! Con ello, estaría de vuelta en París el 27. Verne le asegura a Hetzel que la publicación de la Geografía ilustrada -un departamento de Francia por entrega-, no se perjudicará, pues volverá a tiempo para continuar escribiendo, de tal forma que el editor no se quede sin capítulos. De otro lado, le pregunta qué ocurre en Europa: «¡Ya ve, mi querido Hetzel, que no estamos enterados de nada y somos como salvajes en nuestra isla flotante!»
En este sentido, resulta curioso ver que al autor de tantas novelas en «mundos conocidos y desconocidos» pronto le asalte la nostalgia, pues le cuesta no tener noticias de la familia: «Es realmente desagradable estar tanto tiempo sin noticias de los seres queridos; esto me inquieta y ensombrece los placeres del viaje.» Por tal motivo, es muy posible que a Verne no le hubiese gustado vivir en carne propia la existencia de uno de sus propios personajes.
Terminada la aventura en el océano, Verne decide vender la exclusiva del reportaje de su travesía a la revista Messager franco-américain. Allí vuelve a mostrar su interés por novelar su viaje: «Me he propuesto, a mi retorno a Francia, consagrar un volumen entero al estudio y la descripción del Great Eastern». Finalmente, su artículo es incluido también en la edición del 4 de mayo del diario Le paquebot.
Dos franceses en Nueva York
El largo viaje que realizó Jules junto a su hermano Paul, será el único que hará el escritor hasta el Nuevo Continente. Pero la estancia en América es muy breve, ya que sólo dura ocho días. Años después, Jules se quejó de ello en unas memorias tituladas Recuerdos de infancia y juventud, que redactó para sus lectores estadounidenses: «Pisé suelo norteamericano y –vergüenza me da confesarlo ante los norteamericanos– mi estancia sólo duró ocho días. Pero ¡qué iba a hacer! ¡Tenía un billete de ida y vuelta que caducaba al cabo de una semana!» Cuánto lamentamos hoy que el escritor no se haya quedado una temporada más, recorriendo el país que tanto admiraba. Baste citar que en estas memorias reflexiona con nostalgia: «Una de las cosas que más lamento, es pensar que ya nunca volveré a ver esa América a la que yo quiero, y que todo francés debe querer como a una hermana de Francia.»
Cuanto sabemos de su breve estancia se lo debemos justamente a Una ciudad flotante, el relato autobiográfico que Verne noveló basado en las experiencias de esta travesía. Además, recordemos que lleva de compañero de viaje a la persona que más quiere y con quien mejor se compenetra, su hermano Paul, su compañero de aventuras infantiles en su natal Nantes, el afortunado hermano menor al que se le permitió ser marino profesional, mientras que él tuvo que resignarse a estudiar Derecho para satisfacer los requerimientos de su riguroso padre.
Pero el momento de desquitarse ha llegado, y los hermanos Verne dan un paseo por las calles de Nueva York, cuyos geométricos trazados no son del agrado de Jules. Luego, ambos deciden alojarse en el Fifth Avenue Hotel, que era en esa época, uno de los más elegantes de la ciudad, ya que contaba incluso con ascensor. Además, es importante recordar que en aquel año de 1867, Verne estaba escribiendo paralelamente una de sus obras cumbre: Veinte mil leguas de viaje submarino, novela en la que el narrador de la historia, por cuya boca habla el autor, es el profesor Pierre Aronnax, que, como por casualidad, está también en Nueva York y en el mismo Fifth Avenue Hotel donde se alojaba Verne cuando creó al profesor.
Posteriormente a su alojamiento, Jules y su hermano cenan en el hotel y luego pasan una velada en el teatro del controvertido empresario circense Phineas Barnum, famoso por sus célebres fraudes en el mundo del entretenimiento, a quien Verne menciona en la novela Viaje al centro de la Tierra y en el relato corto El humbug. Esa noche, la novedad del espectáculo era la simulación de un incendio en el cuarto acto. Al día siguiente, da un paseo a pie por la parte baja de Manhattan para hacer algunas compras. Al otro, cruzó el East River antes que construyeran el puente de Brooklyn, subió por el río Hudson hasta Albany en un velero, visitó Búfalo y el lago Erie, que aparecerá descrito muchos años después en la novela El amo del mundo (1904), y admiró desde lo alto de una torre las cataratas del Niágara antes de cruzar el puente colgante para entrar en Canadá. Esta panorámica vista de las cataratas le sirvió de base para recrear también una de las mejores escenas del ya citado relato El amo del mundo, cuando El Espanto, el temible aparato anfibio controlado por el megalómeno inventor Robur, realiza una espectacular maniobra, al evitar una caída segura en aquellas profundas aguas.
A pesar de lo admirable del viaje, esto no le induce a Verne a pasar ni un día más de los que son necesarios en aquel país desconocido: «No sé si nos dará tiempo de llegar hasta el Niágara. Tenemos grandes deseos de ver esas admirables cataratas, pero no queremos que eso nos obligue a retrasar ni un día nuestra llegada a Francia.» Lo que más ansiaba Verne era volver a sentarse en su mesa de trabajo y seguir emborronando hojas para su editor, y no iba a ser su viaje a América lo que iba a demorar la narración de sus experiencias marítimas.
Verne diría tiempo después, cuáles habían sido sus prioridades: ver Norteamérica, sí, pero eso era «algo accesorio». «Ante todo, el Great Eastern. Y después, el país al que canta James Fenimore Cooper». Pero los apuntes de sus experiencias de todo cuanto observó en América, le sirvió definitivamente para escribir más adelante sus libros. Y aunque estuvo poco tiempo en ese país, la estancia fue suficiente para comprobar cómo el progreso venía transformando a los Estados Unidos en una nación distinta a cualquiera de los estados de la vieja Europa.
Una vez terminada la estancia en Norteamérica, los hermanos abordan el Great Eastern para volver a Europa. Para este viaje de retorno, Jules se encuentra recuperado de su salud y junto a Paul pasan agradables veladas con las bellas pasajeras del barco. Conciertos, bailes, negociaciones, toda una serie de bonitos recuerdos vividos a bordo, a diferencia del fatídico viaje de ida.
Finalmente, el 30 de abril de 1867, el Great Eastern llega al puerto de Brest, trayendo de regreso a los hermanos Verne. El negocio para la compañía resultó un rotundo fracaso, pues en lugar de los dos mil pasajeros que pensaban transportar, sólo embarcaron doscientos. Sin embargo, tras el viaje, Verne prosigue con sus actividades relacionadas al Great Eastern. El 3 de mayo ofrece una conferencia a la Sociedad Geográfica, en la que cuenta las aventuras de su travesía por el Atlántico. Además, el largo periplo en el océano, ha despertado el gusto de Jules por los viajes marítimos, a tal punto que decide hacer que le construyan en Le Crotoy –la pequeña ciudad de pescadores donde vivía en esa época– el barco propio, al que llamará Saint-Michel, en honor a su pequeño hijo, Michel, quien en los siguientes años de su niñez y adolescencia, ocasionará serios problemas a su padre, debido a su rebelde carácter.
Características y estructura
Una ciudad flotante fue escrita en 1869, y publicada por entregas sucesivas en el Journal des débats politiques et littéraires, del 9 de agosto al 6 de setiembre de 1870. Al siguiente año, en julio de 1871, se publica en formato de libro junto con el relato corto Los forzadores de bloqueos. La edición de lujo ilustrada con los grabados de Férat, Pannemaker y Hildibrand, aparece en octubre y la edición doble con Aventuras de tres rusos y tres ingleses, un año más tarde, en octubre de 1872.
En el siglo XIX, la literatura de viajes fue objeto de numerosos libros, y en este contexto queda enmarcada Una ciudad flotante, la novela de Jules Verne, que siguiendo una propuesta pedagógica, describe la historia del barco que condujo al autor junto a su hermano Paul hasta Nueva York. Pero por una de esas notables coincidencias, que se daban con mayor frecuencia en esa época, Verne y su amigo, el músico Aristide Hignard, ya habían visto aquel barco en su viaje a Inglaterra en 1859. Tras recorrer el país, al regresar a Londres, admiraron al Great Eastern en los astilleros del centro industrial de la ciudad, recién terminado de construir.
En aquella oportunidad, Verne hizo uso de sus notas de viaje para escribir el relato Viaje con rodeos por Inglaterra y Escocia, que veinte años más tarde, habrá de servir de modelo para su novela escocesa Las indias negras (1877). Allí recuerda dicha circunstancia: «¡Mucho sintió Jacques -quien representa a Jules Verne en el libro- no poder subir a bordo de ese monstruo de los mares que puede arquear veinte mil toneles de frivolidades!» Mientras que en Greenwich, a cinco kilómetros aguas abajo del puente de Londres, Jules consiguió que su compañero de viaje se subiese con él a un bote y anduvieron rondando los alrededores del «monstruo flotante». Es decir, el viaje a bordo del Great Eastern resultó siendo la segunda edición del viaje a Escocia tan peculiarmente caótico que le había obsequiado el hermano de Hignard, un gentil agente de viajes, y que tenía unas fechas inamovibles.
Pero volviendo a Una ciudad flotante, este es el nombre con que Verne describe al barco Great Eastern, un gigantesco y lujoso paquebote de construcción inglesa, pero que es fletado por franceses para viajar de Liverpool a Nueva York. A bordo del enorme navío se encuentra una diversidad de gente con características distintas, que conforman una verdadera sociedad que convive en alta mar, donde el personaje principal es el narrador, quien no se identifica en el relato, pero que parece personificar al propio Verne a través de su experiencia real de viaje en dicha embarcación.
En este contexto, la línea argumental del libro describe una serie de acontecimientos que suceden a bordo, entre ellos, el que algunos pasajeros creen haber visto aparecer en ciertas ocasiones, una figura fantasmal que se pasea por la cubierta del barco, mientras que otros, a causa de los accidentes mortales ocurridos durante el trayecto, piensan que la travesía quizá no termine, ante la posibilidad que el barco se hunda. Sin embargo, los hay también quienes disfrutan del confort brindado, pero los que sobresalen son, sin duda, los hombres que se enfrentan por el amor de una mujer y que terminan batiéndose a duelo.
Todo ocurre cuando en el barco se organiza una carrera para entretener a los pasajeros y la disputa por la victoria origina el enfrentamiento de dos nobles caballeros: el capitán Fabián Mac Elwin y el bribón Harry Drake. Este último se había casado hace diez años con la señorita Elena, y ella lo detestaba. Y lo que es peor aún, Elena había sido novia del capitán. Por ello, a partir de ese momento, las rivalidades entre ambos se intensificaron al punto que terminaron batiéndose en un duelo producido en medio de una tormenta, que traerá como inesperado desenlace, la muerte de Drake a consecuencia de un rayo que atraviesa su espada. Asimismo, se descubre que Elena está presente pero que ha perdido la razón, y resulta ser el fantasma que algunos pasajeros creyeron ver.
Por lo descrito, Una ciudad flotante es una novela discreta que nos relata la historia de un amor imposible, entre dos amantes que se encuentran por pura casualidad en el mismo barco en que viaja el escritor, quien parece ser el narrador de los hechos. En este sentido, más allá del típico retrato que realiza el autor de los aristócratas franceses e ingleses a bordo de una nave de lujo, no estamos ante su obra más entusiasta. Se trata en realidad de una historia de aventuras, pero sin la intensidad de sus clásicas novelas que lo lanzaron a la fama literaria.
Quizá la falta de acción y el poco entusiasmo del relato, sean a consecuencia de la mayor atención que le presta Verne al Great Eastern, pues a lo largo de la primera parte del libro se explaya en describir todos y cada uno de los detalles del gigantesco barco. Cabe destacar al respecto, que el Great Eastern, dada sus características, puede ser considerado un antecesor del RMS Titanic, teniendo con el mítico transatlántico hundido en 1912, muchos puntos en común, como que ambos fueron los barcos más grandes de su época, se fabricaron en Gran Bretaña, zarparon de Inglaterra, y tenían como destino final a su llegada a Estados Unidos, la ciudad de Nueva York. No obstante, estos gigantes lujosos, en la actualidad ya no generan ninguna sorpresa, pues hoy es posible ver este tipo de cruceros en los puertos de casi todo el mundo.
La fascinación de Verne por el Great Eastern, lo llevó incluso a supervisar personalmente los ilustraciones que para la edición Hetzel debía realizar el dibujante Jules Férat. Como era de esperarse, los grabados resultaron una copia fiel del verdadero barco, pues el autor quiso, según su costumbre, que las ilustraciones respetasen al máximo la realidad. De otro lado, el Great Eastern vuelve a ser nombrado por Verne muchos años después en la novela La isla de hélice (1895) cuando lo compara con Standard-Island: «Esta Standard-Island, no es pues otra cosa que un Great Eastern modernizado». Asimismo, el viaje realizado por Verne en el Great Eastern ha sido motivo para que la casa museo de Amiens, la Maison Jules Verne, le dedique un espacio para informar a los visitantes, la importancia que la travesía a bordo de este barco significó para la vida y obra del autor francés. En la exposición se podrá apreciar una serie de ilustraciones con datos técnicos, pero lo mejor de todo es la hermosa maqueta del navío, en la que resaltan hasta los más mínimos detalles de su construcción.
Además de abordar como tema principal del relato, el gigantismo de la infraestructura del Great Eastern y el uso del vapor para accionar su maquinaria, el libro también desarrolla otro tema secundario, pero interesante de analizar: la locura. Este mal, encarnado en la obra en el personaje de Elena Hodges, juega un papel importante en el desenlace de la novela, ya que la historia de amor descrita en ella, se basa en una mujer enloquecida que no puede estar con su amante, y que éste, al no poder recuperar a la mujer que amó y con la que alguna vez estuvo casado, no duda en arriesgar su vida, retando a duelo, en medio de una tempestad, al malvado marido que la tiene secuestrada. Este artificio utilizado por Verne en su novela para montar un telón de fondo romántico, corrobora la tesis de que el autor no destaca a lo largo de su narrativa, en crear historias de amor de gran categoría, pues a este drama que tiene la locura de por medio le falta ritmo de acción y sobre todo, una clave ingeniosa para solucionar el conflicto.
Una mejor conclusión que ofrece el autor en el libro es su opinión sobre la inmensidad del barco, pues a pesar de ello, según lo que dice, ningún navío es insumergible y que por tanto, sería pretencioso creer lo contrario. En este aspecto, Verne brinda una buena visión general de su criterio referente a la arrogancia humana. Una visión que nos recuerda la controvertida leyenda sobre la supuesta frase dicha por el capitán del Titanic, Edward John Smith: «Ni Dios podrá hundir este barco». Pero lejos de mitos, lo que sí es un hecho concreto, es que el Great Eastern fue un barco conocido por las desgracias y fracasos que lo acompañaron desde su construcción hasta su operación, y por las historias macabras tejidas a su alrededor.
En efecto, ya se han citado los numerosos contratiempos que caracterizaron su actividad marítima, pero la más espeluznante de todas las historias asociadas al Great Eastern, al punto de llegar a ser calificado como «buque maldito», fue la de un trabajador que quedó sepultado al interior del doble casco del navío durante su construcción. Por ello, resultó extraño que en la ceremonia de botadura del barco, en la que Brunel invitó a todo el ejército de hombres que participaron en construirlo, el único que no asistió, haya sido un tranquilo maestro carpintero que había trabajado en el doble casco. Años después, cuando el barco fue desmantelado, los soldadores hicieron un tétrico descubrimiento. Al lado de una bolsa de oxidadas herramientas yacía el esqueleto del carpintero desaparecido, entre las paredes de hierro del doble casco del Great Eastern. Por tal razón, debido a las supersticiones, muchos asociaron las desgracias del barco, a la presencia del fantasma de este desafortunado hombre.
En cuanto al destino del Great Eastern, luego del viaje de 1867 a Norteamérica, el barco volvió al año siguiente a su antiguo servicio de cableado, pero hacia 1870, los nuevos barcos construidos especialmente para colocar cables submarinos, hicieron que éste quede obsoleto. Finalmente terminó su vida como un music hall flotante en Liverpool, para posteriormente ser enviado al desguace o desmantelación en 1889 en el estuario de Mersey; un enorme trabajo que requirió la mano de obra de doscientos hombres y dieciocho meses para ser culminado. A pesar de ello, aún se conserva un mástil del Great Eastern que fue comprado por el Liverpool Football Club, para exhibirlo como emblema en su estadio de Anfield, el cual puede apreciarse hasta la actualidad.
Para culminar el análisis, cabe señalar que el barco Great Eastern no sólo inspiró a Verne a escribir la novela Una ciudad flotante, también motivó a otro renombrado escritor francés como Victor Hugo, a recrear un pasaje de La leyenda de los siglos, mientras que en 2003, fue uno de los protagonistas de Las siete maravillas del mundo industrial, documental realizado por la BBC, en el episodio titulado El gran barco.
Personajes
- El narrador. Es el protagonista del relato. Es quien describe la historia de todo lo que ocurre durante el viaje en el Great Eastern. Participa de los acontecimientos importantes de la travesía, y visita Nueva York y la frontera con Canadá. Por sus características, representa al propio Jules Verne, quien recorrió los mismos lugares que éste visitó durante su viaje a Estados Unidos.
- Capitán Fabián Mac Elwin. Oficial inglés destacado en la India y aficionado a la caza. Vive abatido por la pérdida de su prometida, Elena Hodges, a manos de su enemigo, Harry Drake. Ambos se enfrentarán al descubrir que viajan juntos en el Great Eastern.
- Capitán Arquibaldo Corsican. Oficial escocés, amigo cercano y compañero de armas de Fabián, quien vivirá junto a él toda su aventura a bordo del Great Eastern. Lo apoyará asimismo en la recuperación mental de Elena en tierras americanas.
- Harry Drake. Inglés, hijo de un comerciante de Calcuta. Sin oficio conocido, es un hombre violento, codicioso, apasionado del juego y las apuestas, que viaja a América para buscar fortuna. Se casó con Elena Hodges por la ambición de su fortuna. Este acto de crueldad condujo a la joven a un estado de enfermedad mental.
- Elena Hodges. Conoció a Fabián Mac Elwin durante su servicio militar en India. Tuvieron un noviazgo y se convirtió en su prometida. Pero antes de casarse, su padre, un comerciante, la entregó a Harry Drake para saldar las deudas que tenía con el padre de éste. Su matrimonio con Harry la trastornó hasta llevarla a la demencia.
- Dean Pitferge. Inglés y médico de profesión. Irónico y muy observador de todo cuanto ocurre en la travesía del Great Eastern. Desde la partida, entabla amistad con el narrador, convirtiéndose en su compañero de viaje, siguiéndolo incluso hasta su paseo por Nueva York y las cataratas del Niágara. Es también pesimista, ya que constantemente vaticina que el barco inglés naufragará, a pesar de su gran tamaño.
- Capitán Anderson, 40 años. Marino al mando del Great Eastern. Hombre de gran reputación en la marina mercante inglesa. Personaje inspirado en el verdadero capitán del Great Eastern, Sir James Anderson.
El argumento
La historia comienza el 18 de marzo de 1867, en Liverpool, donde el protagonista de este relato debe embarcar a bordo del transatlántico Great Eastern, un lujoso y gigantesco barco de vapor, de construcción inglesa, pero fletado por franceses, que viaja con destino a Nueva York. Esta obra maestra de la arquitectura naval, estaba al mando del capitán Anderson. Pero la partida estaba anunciada aún para el día 30. Para preparar dicha partida se contaba con un ejército de trabajadores de miles de hombres, marinos de tripulación, maquinistas y oficiales.
Cuando se acerca el día de zarpar, el narrador sube al barco para presenciar los últimos preparativos, no sin antes detallar la intervención que tuvo el Great Eastern en el tendido del cable telegráfico entre América y Europa. Al fin, el barco partía con 1.300 pasajeros. Entre los más importantes están Cyrus Field, de Nueva York; John Rose, de Canadá; Alfred Cohen, de San Francisco; M. Withney, de Montreal, entre otros distinguidos hombres de negocios de diversas nacionalidades.
Mientras los pasajeros se instalaban en el barco, los marinos de la tripulación trabajaban sin descanso para hacer zarpar al barco, y durante el proceso de estas delicadas operaciones sucedió un terrible accidente, el salto del piñón de una máquina y la fuerza de las cadenas hicieron girar con tal fuerza el cabrestante, que éste cayó sobre los operarios, hiriendo a doce marinos y matando a cuatro. Los cadáveres fueron retirados de inmediato y todo continuó a bordo, sin mayores sobresaltos para la tripulación, acostumbrada, al parecer, a este tipo de accidentes.
A pesar de lo ocurrido, el barco inició su marcha, atravesando los muelles de la ciudad de Liverpool. Al día siguiente, el narrador se encuentra en cubierta con un viejo amigo, el capitán Fabián Mac Elwin, que estaba acompañado de un amigo suyo, el capitán Arquibaldo Corsican. Ambos, oficiales del ejército, destacados en la India, decidieron cambiar su destino previsto y se animaron a viajar a Nueva York a bordo del Great Eastern, aprovechando la licencia de un año que se les había concedido, dejando de lado también sus costumbres de cazadores en las junglas de aquel país asiático.
Cierto día, mientras se encontraba en cubierta, a los pies del narrador llega rodando un hombre, tras perder el equilibrio a causa de los terribles balanceos del barco. Se trataba del doctor Dean Pitferge, quien presagiaba que era posible un naufragio bajo tales circunstancias. Además, aseguraba que el barco tenía una mala estrella, porque, entre otras razones, arruinó a varias compañías, fue construido en principio para viajar a Australia y nunca llegó a tal país, uno de sus mejores capitanes se ahogó en una de sus travesías, y finalmente, un maquinista quedó soldado en una de las calderas.
Toda esta serie de infortunados eventos, hicieron del doctor, una persona muy pesimista. Pero el narrador le recuerda que el barco ha navegado ya unas veinte veces entre Europa y América, por lo que no debe augurar un naufragio para el Great Eastern. Pero los siguientes días, los golpes de las olas del mar tambalearon al barco de tal forma, que los pronósticos del doctor Pitferge parecían ya cumplirse. Sin embargo, a pesar de los momentos de angustia, el gigantesco barco supo salir airoso de los embates del mar y pudo seguir con su marcha.
La vida a bordo se iba organizando, a pesar de los balanceos desordenados del buque, y no faltó oportunidad en la que el narrador pudo sentarse en el gran salón y leer un diario, sin que el doctor Pitferge se acerque a él para comentarle sus desánimos en torno al viaje en el Great Eastern. Pero la charla fue tomando poco a poco, otro rumbo, pues el doctor comenzó a dar detalles y descripciones de muchos de los pasajeros que observaban a su alrededor. Es así que se fijan en uno que llamó la atención del narrador, quien lo había observado en cierta ocasión, apostando y perdiendo mucho dinero en ello. El doctor pudo identificarlo. Se trataba del inglés Harry Drake, el hijo de un comerciante de Calcuta, un jugador, un pillo que viajaba posiblemente a América para probar una vida de aventuras.
El resto de aquel día, el narrador la pasó con su amigo, el capitán Fabián, quien le contó sus experiencias en la guarnición de la India, sus cacerías, pero de sus sentimientos no decía nada, se mantenía reservado, como si ocultara un sufrimiento no dispuesto a confesar. Pero al día siguiente, él se encontró con el capitán Corsican, y hablaron de Fabián, quien no había salido de su camarote. Allí le contó que hace diez años, Fabián había conocido en Bombay a una joven encantadora, miss Elena Hodges, quien lo amaba y correspondía.
Cuando todo parecía que el matrimonio entre ambos iba a producirse, sucedió un hecho inesperado. A causa de las deudas del padre de Elena, con un comerciante de Calcuta, éste decidió sacrificar la felicidad de su hija, entregándola en matrimonio al hijo del otro. Se trató de un negocio ajustado a sus necesidades. Como es lógico suponer, Elena sufrió un trauma emocional a raíz de este episodio, que la marcó significativamente. Es así que tras la boda, el marido se la llevó, sin que Fabián sepa nada de Elena. Desde aquella vez, no volvió a verla, quedando sumido en la más profunda tristeza.
Al conocer la historia, el narrador pregunta el nombre del marido, y el capitán Corsican le responde: Harry Drake. Al escuchar ese nombre, un sobresalto estremeció al narrador, quien exclamó: ¡Ese hombre está a bordo! A lo que Corsican responde: ¡Quiera Dios que él y Fabián no se encuentren! En efecto, era de suponer que al encontrarse, Fabián se enfrente a aquel tipo que le robó su felicidad. Y lo que es peor, no sabían cuál sería su reacción si llegase a ver a Elena a bordo. La situación se tornaría aún más crítica.
Al día siguiente, el narrador presenta al doctor Pitferge ante el capitán Corsican. El doctor no tarda en manifestarle sus inquietudes sobre la maldición del barco y le narra la leyenda del maquinista soldado en una de las calderas, que era la favorita de sus historias. Corsican toma la leyenda y demás comentarios con cierta ligereza, a pesar de ser un escocés acostumbrado a los relatos de misterios. Sin embargo, el doctor confiesa una de sus últimas historias. Según lo que manifiestan algunos pasajeros, marinos y oficiales de guardia, durante las noches, una sombra, una forma indecisa pasea por el barco. La noticia de la aparición de un ser fantasmal infunde temor entre los pasajeros, y los protagonistas pronto intentarán develar el misterio.
Al otro día, se organizó un concierto de música clásica, en el que se reunieron Fabián y el narrador para apreciar el espectáculo. Mientras disfrutaban de las canciones y el piano, Harry Drake llegó a pasar algunas veces delante de ellos, con su peculiar forma de caminar, en tono molesto y alborotador. Una actitud que no fue del agrado de Fabián, siendo éste el primero de sus encuentros a bordo, antes que ambos se reconozcan.
El viaje continuó sin inconvenientes, hasta que cierta noche, el narrador y Corsican vieron a un hombre completamente inmóvil asomado al pasamanos del barco. Luego de examinarlo, comprobaron que era Fabián, quien no los vio, pues se encontraba estático con la mirada fija en una dirección. Pero cuando reaccionó, les pidió silencio y exclamó, señalando con la mano una sombra que se movía lentamente: ¡La dama negra! Sus amigos no habían salido aún de su asombro, cuando de pronto, aquella forma humana, medio delineada en la sombra, marcó sus contornos con más claridad. Distinguieron a una mujer esbelta, envuelta con una especie de albornoz pardo y la cara oculta por un espeso velo. Fue acercándose más a Fabián, colocó su mano sobre su corazón, como si contara sus latidos. Luego huyó y desapareció, dejando a Fabián totalmente perplejo y confundido.
Tras el incidente, no había duda que aquella sombra era Elena, la prometida de Fabián, y la esposa de Drake a la vez. La fatalidad los había reunido en el mismo buque. Fabián estaba dispuesto a buscarla a como dé lugar, pero la pobre Elena no se presentaba nunca de día en los salones ni sobre la cubierta. Pero ya sólo faltaba cuatro días para que el buque llegue a Nueva York, lo que hacía más delicada la situación para Fabián, quien tendría que rescatarla del camarote donde Drake la ocultaba durante el día.
Aprovechando el buen clima y la inmovilidad del Great Eastern, para entretenimiento de los pasajeros, se organizó una carrera sobre la cubierta. La convocatoria atrajo a seis marinos dispuestos a ganar la competencia y llevarse el premio ofrecido. La carrera consistía en darle tres vueltas al buque, recorriendo un total de 1.300 metros. Pronto las toldillas, a manera de tribunas, se llenaron de curiosos y las apuestas no tardaron en producirse, despertando así el entusiasmo entre los espectadores.
Entre el gentío, estaba también el doctor Pitferge, Corsican, Fabián y el narrador. Harry Drake andaba asimismo por allí y había decidido apostar, al igual que Fabián, aunque cada uno de ellos se encontraba ubicado en distintas posiciones. Sin embargo, por una casualidad, ambos habían apostado por el mismo competidor, quien terminó en segundo lugar, a media cabeza del vencedor. La poca diferencia entre los dos primeros lugares, alborotó los ánimos de quienes ganaron la apuesta y de los que reclamaron empate, exigiendo una nueva carrera. Al mando de estos últimos estaba, como era de esperarse, el agitador de Harry Drake. Pero Fabián le increpa que debe aceptar su derrota, al igual que lo hizo él, sin reclamos. Drake no tardó en buscar pleito, interviniendo Corsican entre ellos. El conato de bronca culminó con la retirada de Drake, pero se largó dando una mirada amenazadora a Fabián, como insinuándole que pronto volvería a encontrarse con él para saldar cuentas.
Durante la noche, el narrador, interesado en ubicar el camarote de Elena, decidió buscar entre los pasillos, sin levantar sospechas. Tras una larga búsqueda, logró oír al final, el canto lastimero de una dama. Había reconocido en esa voz, a Elena, pero grande fue su sorpresa, cuando distinguió a Fabián acercase también al camarote. De pronto, cual si presintiera que su amado se acercaba, la mujer dio un grito desgarrador. Fabián, en un acto de desespero, iba a lanzarse sobre la puerta, pero el narrador se precipitó sobre él, impidiendo un probable encuentro con Drake y sus camaradas. La mejor decisión fue retirarse, pero ya sabían dónde estaba recluida la dama negra.
Tras una terrible tempestad que hizo estremecer al Great Eastern, provocando una serie de accidentes, el barco, gracias a la pericia de su capitán Anderson, pudo continuar la marcha hacia su destino, aunque a poca velocidad. Además, el capitán Anderson había intentado en vano vencer a la tempestad, y no tuvo otra opción que retroceder y cambiar de rumbo para salvaguardar la vida de los pasajeros. Esto produjo que el camino navegado disminuya y que por tanto, tardarían un poco más en llegar a Nueva York.
Mientras las bombas proseguían con su ardua tarea de secar toda el agua acumulada en el barco, producto de la tempestad, los pasajeros se mostraban animados, buscando la forma de olvidar los malos momentos vividos. Es así que en el salón de proa, se produjo un nuevo incidente entre Drake y Fabián, quienes estaban a punto de irse a los golpes, si no es por la intervención oportuna, nuevamente, del capitán Corsican. Pero esta vez, la situación habíase tornado más grave. Ambos pactaron un duelo, pues Drake le entregó su tarjeta. Al leerla, la impresión de Fabián fue de asombro, al comprobar la identidad de su adversario, quien desde un inicio sabía de su presencia en el barco.
Ahora estaba todo claro, Drake tenía planeado desde su embarque, enfrentarse a Fabián, su adversario. El narrador y Corsican planearon vanamente en impedir aquel desenlace, pues el desafío estaba pactado y en cualquier momento podía producirse. Mientras tanto, faltando poco para llegar a su destino, se conoció de una muy mala noticia. Uno de los marinos que resultaron heridos durante la tempestad, había fallecido, a pesar de los cuidados recibidos.
El cadáver fue envuelto en un pedazo de lona cosido y cubierto con el pabellón inglés. Luego de una oración por el descanso de su alma, y a una señal del capitán Anderson, los hombres que lo sostenían lo lanzaron al mar, desapareciendo en medio de un círculo de espuma. En aquel preciso instante, se escuchó la voz del vigía, que gritó: ¡Tierra!
Aquella ¡tierra!, anunciaba que se hallaban muy cerca de la costa de Nueva York. Pero los malos pronósticos del doctor Pitferge no habían terminado todavía. Según su análisis de las nubes, se aproximaba una tempestad y era probable que desate rayos sobre el barco. ¡Habría que estar prevenidos! A pesar de las burlas del capitán Corsican, la tempestad, en efecto, iba a producirse. Ante el mal tiempo, el capitán decidió anclar el barco e invitar a los pasajeros a la comida de despedida. Sin embargo, siete personas iban a dejar su puesto desocupado: los dos adversarios, que iban a jugar su vida, los cuatro testigos, y el doctor que les asistía.
En efecto, la hora estaba bien elegida para el combate, así como el sitio, pues no había ni un alma sobre cubierta. El narrador y Corsican, quienes eran los testigos de Fabián, pronto divisaron a Drake y sus padrinos. Luego, los contrincantes tomaron sus respectivos floretes y se ubicaron en posición de combate. La lucha de esgrima duró unos minutos sin que ambos logren herirse. Mientras, la tempestad comenzaba a desencadenarse. La electricidad producía sobre los aceros de los florines, destellos luminosos, como se desprenden de los pararrayos en medio de nubes tempestuosas.
Después de un corto descanso, Corsican volvió a dar la señal. Fabián y Drake se ubicaron en guardia nuevamente. El segundo combate fue mucho más animado que el primero. Hubo más agresividad de ambas partes. De pronto, la pelea se detuvo. Elena había aparecido ante ellos, dejándolos sorprendidos. Harry Drake mantenía el florete con la punta arriba, mientras increpaba a Elena por su presencia. Fue en ese instante que un relámpago deslumbrador, de grandes proporciones, iluminó violentamente el buque. El relámpago y el trueno habían sido simultáneos. Al reaccionar, vieron a Drake, petrificado, de pie, en la misma postura, pero su rostro estaba negro. El infeliz, llamando al rayo con la punta de su florete, había recibido todo su choque. Tras acercarse a él, Elena posó la mano sobre un hombro. Aquel ligero contacto fue suficiente para romper el equilibrio, y el cuerpo de Drake cayó sobre la cubierta como una masa inerte. Aquel miserable estaba muerto a causa del rayo que atravesó su florete.
Al día siguiente, el capitán Anderson se enteró de lo ocurrido a bordo la noche anterior, y los médicos extendieron el certificado sin que la justicia tenga nada que investigar en aquella muerte. Se dieron entonces las órdenes oportunas para que los últimos deberes para con él se llenaran en tierra. Pasado el incidente de la muerte de Harry Drake, el Great Eastern por fin fondeó en Nueva York. Empezó así el desembarco de todos aquellos compañeros de viaje que no volverían a encontrarse.
En cuanto a Fabián, se reunió con Corsican y el narrador, y les manifestó su esperanza de que Elena recobre la lucidez. De este modo se despidió de sus amigos, llevándose a Elena en compañía de su hermana, quien lo ayudaría a cuidarla. De otro lado, el doctor Pitferge quiso asimismo despedirse del narrador, pero cuando éste le dice que va a visitar, durante los ocho días que dispone antes de reembarcarse en el Great Eastern, los lugares turísticos de Nueva York, así como el río Hudson, el valle de Mohawk, el lago Erie y las cataratas del Niágara; en el acto, el doctor le propone acompañarlo en su periplo, ofreciéndose como guía. Y como no podía ser de otra forma, tras acordar viajar juntos, se instalaron aquel día en el Fifth Avenue Hotel de Nueva York.
Antes de partir, el narrador recibió una carta del capitán Corsican, que le anunciaba, que siguiendo el consejo de los médicos, él, Fabián y la hermana de éste, habían salido de Nueva York, llevándose consigo a Elena, a quien los aires y la tranquilidad del campo le favorecerían en su proceso de recuperación. El doctor Pitferge y su compañero de viaje abordaron por fin uno de los grandes barcos que surcan el río Hudson hasta Albany. Al llegar, tomaron un tren con destino a las cataratas, pero en el camino contemplaron la belleza del valle de Mohawk y el lago Erie, para luego hospedarse en una soberbia fonda llamada Cataract House.
El Niágara vierte en el lago Ontario, las aguas que recibe de los lagos Superior, Michigan, Hurón y Erie. Este curso de agua separa los Estados Unidos de Canadá. La orilla izquierda es americana, pero la derecha es inglesa. Cuando salieron de su hospedaje, el doctor y su amigo estaban dispuestos a contemplar esta maravilla de la naturaleza. Para ello, bajaron primero por las anchas calles de Niágara Falls, pequeño pueblo formado al lado de las cascadas, para luego internarse en un bosquecillo que los conduciría finalmente a su destino.
Y allí estaba el Niágara ante sus ojos, mostrando todo su esplendor. Se dirigieron luego a una torre construida sobre un peñasco ubicado en plena catarata, que les permitía apreciar la majestuosidad del torrente de agua. Tras horas de admirar aquel espectáculo, volvieron a sus aposentos de Cataract House. Al día siguiente, según el programa del doctor Pitferge, debían pasear por la orilla canadiense de las cataratas, en donde el acróbata francés Charles Blondin, obtuvo celebridad gracias a su idea de cruzar el Niágara sobre una cuerda a una altura de 50 metros, por primera vez, en 1859.
A continuación, recorrieron la orilla canadiense para ver las cataratas por debajo, en una caverna herméticamente cerrada. Pero al volver a la fonda se encuentran con Corsican, quien les informa que Elena está recuperando la razón paulatinamente, aunque aún no reconocía a Fabián, gracias a que las cataratas la habían impresionado mucho. No tardaron en ubicar a la pareja, que disfrutaba del paisaje al pie de un peñasco. Cuando estuvieron lo suficientemente cerca de ellos, de repente, se hizo el milagro. Elena comenzó a articular algunas palabras y su expresión se transformó al reconocer a Fabián. Sin embargo, la emoción le produjo una crisis, a tal punto que terminó desmayada, siendo atendida al instante por el doctor Pitferge.
Finalmente, los personajes tuvieron que despedirse, pues faltaba poco para que el Great Eastern retorne a Francia. Pero el narrador tiene una última sorpresa. Al embarcar, encuentra nuevamente al doctor Pitferge, quien le dice que también viajará en el gigantesco barco, con la ilusión de asistir al naufragio que tanto anhela. Al mismo tiempo, recibe un telegrama en el que se indica que Elena ha recobrado completamente la razón y que ahora es feliz al lado de su amado Fabián.
Doce días después, arribaron a Brest, y después a París, en un viaje que no tuvo esta vez, ningún contratiempo, un hecho que fue de mucho pesar para el doctor Pitferge. Cuando pasó ochos meses de aquella memorable travesía, el narrador recibe una carta que rezaba así: «A bordo del Cornigny, arrecifes de Auckland… Por fin hemos naufragado.» El remitente era el doctor Pitferge, quien tras varios intentos, por fin hacía realidad el sueño de vivir en carne propia un naufragio.