Desde hace años, con esa obcecación oscura, testaruda e inofensiva de todos los eruditos que pretenden sentar cátedra en el tema objeto de sus estudios, se intenta delimitar quién es el auténtico padre de la Ciencia Ficción. Dejando de lado a los puristas a ultranza que se remontan a Luciano de Samosata y su Historia Ver o incluso al Gilgamesh babilónico, los conceptuales que se centran en Mary Shelley y su Frankestein, y los más realistas que se anclan en Hugo Gernsback, su revista Amazing Stories, y su acuñación del nombre actual del género, lo cierto es que existe un consenso general en atribuir la paternidad ideológica del género a dos nombres que siempre han marchado juntos, pero nunca unidos: Julio Verne y Herbert George Wells.
Y digo juntos, pero nunca unidos, porque el emparejamiento de estos dos nombres ha dado como fruto numerosas controversias, tan vanas e irrelevantes como la mayor parte de las controversias intelectuales que se producen en el mundo. Olvidando el hecho de que ya resulta capcioso de por sí intentar atribuir una paternidad concreta a un género literario, o a cualquier otra manifestación artística, en donde todo se mueve siempre por corrientes e influencias, la polémica Verne-Wells carece de fundamento. Verne es Verne y Wells es Wells.
El primero, indudablemente, influyó en cierto modo en el segundo por simple cuestión de época; pero el segundo no le debe nada al primero en cuestiones de fondo y de estilo. Practicaron dos literaturas diferentes, paralelas en muchos aspectos, pero divergentes e incluso antagónicas en muchos otros. Si hay que ser puristas, los dos merecen su sitio en el panteón de las celebridades del género, lado a lado, pero cada uno con sus méritos propios, como pueden merecerlo, y perdonen el símil, los hermanos Montgolfier y los hermanos Wright en lo que a navegación aérea se refiere.
En el campo de la Ciencia Ficción, Julio Verne podría ocupar perfectamente el puesto de los hermanos Montgolfier (como Samosata, Bergerac y tantos otros clásicos de la Ciencia Ficción protohistórica podrían ocupar el puesto de Leonardo Da Vinci, siguiendo con el símil). De hecho, Verne nunca fue realmente un escritor de Ciencia Ficción, tal como entendemos hoy el género, y tampoco pretendió serlo. Sí fue, y esto nadie puede negárselo, un gran escritor de «aventuras científicas», el mejor (o el más conocido) de su tiempo. Su asociación con el editor Hetzel y su contrato para escribir sus Viajes Extraordinarios condicionó en gran manera su literatura, hasta el punto que algunos han llegado a preguntarse, quién fue el responsable, en el fondo, de las temáticas de sus obras, si su imaginación y su talento de autor o las exigencias de un editor y las demandas de un público que habían descubierto en él (y esto hay que reconocerlo con un floreo de nuestros sombreros) ese «sentido de la maravilla» que más tarde formaría el espíritu de lo que muchos pretenden que debe ser la Ciencia Ficción.
Julio Verne estuvo condicionado, como todos los escritores, por el tiempo en que vivió. Nacido en Nantes en 1828, hijo de un famoso abogado, sus impresiones de infancia del bullicioso puerto a orillas del Loira condicionaron sin lugar a dudas su posterior interés literario por los asuntos del mar.
Del mismo modo, es lógico también que, inmerso de lleno en plena revolución industrial, ante el gran impulso que el ferrocarril trajo a los transportes y las comunicaciones, la modernización de la industria textil al desarrollo de la industria, y la electricidad o todos los sueños de futuro, Julio Verne viera en el maquinismo imperante la panacea del porvenir. Al hombre del siglo XIX se le abrían por primera vez los horizontes de lugares lejanos, con sus maravillas hasta entonces desconocidas: «aquí hay tigres». Y la técnica, que no la tecnología, tendía a acercarlos cada vez más a los hombres de la calle. El futuro, lejos aún de los grandes problemas surgidos en el siglo XX, apuntaba esplendoroso.
Pero el noventa y nueve por ciento de la Humanidad sólo podía ver este progreso de lejos, como espectadores. Muy poca gente podía viajar. Sin embargo, gracias a los progresos de la imprenta, cada vez más gente podía ser partícipe de los viajes de los otros. Era como gozar de todos los privilegios a través de la mente de otros.
Así se produjo el gran éxito de la literatura de aventuras, de viajes y de maravillas del siglo XIX. Julio Verne se apuntó a ella con singular fortuna. Es sintomático que, tras algunos escarceos infructuosos en la comedia en verso y en la ópera cómica (¡más de veinte obras, la mayor parte de las cuales siguen aún sin publicarse!), el primer gran éxito editorial de Verne, de la mano ya de Hetzel (su primera colaboración), fuera Cinco semanas en globo, donde se mezclaba las aventuras y los viajes con la apología de una ciencia aún muy nueva: la aerostática. Ya antes había hecho algunos intentos al respecto, como con su relato Un viaje en globo, que había pasado completamente desapercibido y que no obtendría éxito hasta más tarde, cuando ya era conocido, con el nuevo título de Un drama en los aires.
Pero Hetzel, un editor especializado en literatura juvenil (curioso calificativo en aquella época, en la que la literatura juvenil llegaba hasta un público de cuarenta años), sabía muy bien lo que querían sus lectores. Su contrato con Verne, que obligaba a éste a escribir varias obras al año (se habla de tres, pero en general parece que eran dos, y Verne estableció un ritmo de una durante los muchos años de su colaboración), especificaba el tipo de obra que quería: «aventuras científicas», que despertaran la imaginación del lector, lo llevaran hacia sitios exóticos y lo dejaran pasmado ante las maravillas técnicas y ambientales presentadas.
Así nacieron las grandes obras que forman hoy el fondo de la literatura verniana: Viaje al centro de la Tierra, De la Tierra a la Luna, Veinte mil leguas de viaje submarino. El elemento «científico», sin embargo, no está siempre presente, y muchas veces Julio Verne se atiene solamente a sus otros dos condicionantes: la aventura y los escenarios exóticos.
Así nacen también: Las aventuras del capitán Hateras, Una ciudad flotante (consecuencia de un viaje a América en el Great Eastern, considerado por aquel entonces como el mejor trasatlántico del mundo), Miguel Strogoff, La vuelta al mundo en ochenta días (donde pese a todo incluye un elemento científico en ese día ganado que le hará ganar la apuesta al protagonista gracias a viajar en el mismo sentido de la rotación de la Tierra), Aventuras de tres rusos y tres ingleses, La jangada y tantas otras cuya relación se haría interminable.
No obstante, la ciencia, y sobre todo los adelantos técnicos, reales o imaginados, no dejan de estar presente en casi toda su obra. Retoma también viejos escenarios y personajes de novelas, que convierte en secuelas de libros anteriores. Y en todos ellos, el indestructible optimismo hacia los grandes avances científicos y sobre todo técnicos de la Humanidad planea tanto sobre situaciones como sobre personajes.
Verne confía ciegamente en el futuro del progreso, y aunque en sus últimos años (debido a circunstancias personales, que nunca fueron suficientemente aclaradas) se deja llevar de cierto pesimismo (Robur el conquistador, Dueño del mundo), el conjunto de su obra respira un optimismo que es indudablemente lo que lo hace ser, aún hoy día, un siglo después de haber sido publicadas sus obras, el autor preferido de los jóvenes. Sus héroes siempre salen triunfadores de sus enfrentamientos con la Naturaleza, y su serie robinsoniana de novelas (La isla misteriosa, Escuela de Robinsones, Dos años de vacaciones, etc.) ha creado secuela, sin que ningún autor posterior haya podido superarle.
El título genérico que Hetzel dio a las novelas de Verne, Viajes Extraordinarios, refleja claramente el espíritu de gran parte de su obra, pero no de toda. Y es curioso constatar que, de todas sus obras, las que siguen siendo preferidas del público de hoy son (con excepción posiblemente de Miguel Strogoff) las que tienen fuertes e imaginativos elementos científicos. Ciertamente, hoy en día gran parte de su producción ha quedado desfasada, y muchas veces invalidada, por el progreso de la ciencia. Sabemos que el «cañón» de De la Tierra a la Luna es científicamente inviable y que la brutal aceleración mataría en cuestión de segundos a los ocupantes de la cápsula-proyectil. Pero esto no nos impide seguir gozando del romanticismo de la narración.
Porque esto, en el fondo, es lo que era Verne: un profundo romántico. No se puede decir que fuera un gran divulgador científico: sus conocimientos al respecto eran rudimentarios, y todos los datos científicos que figuran en sus libros son tomados (muchas veces literalmente) de obras científicas de la época. Tampoco puede acreditársele una imaginación desbordada, como lo demuestra el que los «fabulosos» inventos científicos que figuran en sus libros no son más que extrapolaciones más bien moderadas de ideas que «estaban en el aire» en su época. Se menciona mucho que en sus 20.000 leguas de viaje submarino, Verne «inventó» el submarino, pero otro escritor francés, Aristide Roger, publicaba por capítulos en Le Petit Journal, en 1867, la obra Viaje bajo las olas, relativo a las aventuras del submarino Trinitus, con tantos puntos de contacto con la futura novela de Verne (que la estaba escribiendo en aquellos momentos, y no aparecería hasta 1870), que éste se sintió en la obligación de enviar una carta al periódico señalado el hecho para prevenir cualquier futura acusación de plagio cuando apareciera su propio libro.
Lo cual demuestra claramente (y existen otros ejemplos) que la «osada» anticipación científica de Julio Verne era ampliamente compartida por otros autores, que, sin embargo, no gozaron de su éxito.
¿Por qué? Ahí entra esa sutil cualidad que hace que algunos de los autores lleguen más fácilmente al público que otros. El romanticismo de Verne se refleja, por encima de la trama y el escenario, en sus personajes. Los héroes vernianos son seres humanos, creíbles, con cuyas aventuras puede identificarse el lector. Los arranques de sus novelas son casi siempre cotidianos, como la apuesta que da pie a La vuelta al mundo en ochenta días. Luego, por mucho que el relato se remonte hacia lo inverosímil, los protagonistas siguen siendo seres humanos, con todos sus anhelos y debilidades, incluso en el caso de un protagonista tan mesiánico como el capitán Nemo. Julio Verne, se ha dicho, y con razón, no pretendió nunca escribir tratados novelados sobre temas científicos (a pesar de que en 20.000 leguas, por ejemplo, hay páginas enteras de intragable exposición ictiológica), sino diarios de a bordo de osados exploradores.
De ahí quizá que, pese al hecho de que sus previsiones se vieron muy pronto cumplidas (cuando se limita la imaginación, la realidad no tarda en alcanzarla), a la maravilla de sus contemporáneos no ha seguido el desencanto de las futuras generaciones. Despojadas de la novedad que en su época pudieron representar sus anticipaciones técnicas, sus novelas siguen conservando la poesía pura de su literatura, a la que el anacronismo de una técnica ya desfasada proporciona un encanto adicional. Cosa que no tenían la mayor parte de las novelas de aventuras científicas de su tiempo, que lo supeditaban todo a la glorificación pura y simple de la técnica.
A lo largo de su vida, Julio Verne publicó más de sesenta novelas. Por supuesto, no todas ellas han llegado a la posteridad. A muy poca gente le dirán algo las Miríficas aventuras del maestro Antífer, por ejemplo, o la novela Las historias de Juan María Cabidoulin, publicadas, respectivamente, diez y cuatro años antes de su muerte. Como tampoco es del dominio del gran público que Verne sea el autor de una notable Geografía Ilustrada de Francia, así como de una serie de biografías de grandes marinos y descubridores. La obra de Verne que ha llegado con toda su plenitud hasta nosotros es su obra literaria, y la más conocida pertenece casi toda ella a su «década dorada», la segunda mitad de los 1860 y la primera de los 1870. En ella se encuadran la mayor parte de sus obras hoy calificadas de Ciencia Ficción, y que han conocido innumerables ediciones, también en español. Creo que no hace falta citarlas, pues están en la mente de todos, y supongo también, la mayor parte, en la librería de la esquina, en una u otra de sus muchas ediciones.
Pero, aparte de sus novelas, Verne escribió también novelas cortas y cuentos. En este segundo aspecto, menos conocido que el anterior, Verne no se prodigó tanto, aunque en alguno de los volúmenes de los Viajes Extraordinarios publicados por Hetzel reuniera varios de esos relatos, como en Una fantasía del doctor Ox o Ayer y mañana.
La producción de relatos y novelas cortas de Verne no es muy abundante, una veintena a lo sumo, pero tiene dos peculiaridades: ser poco conocida por el gran público y pertenecer, en buena parte, a un género que Verne prodigó poco en sus novelas largas: la fantasía pura y una Ciencia Ficción de mayor alcance que la mera especulación a corto plazo de los progresos científicos del momento.
Es probable que Verne, agobiado por los condicionantes impuestos por Hetzel a sus Viajes extraordinarios, hallara en estas obras cortas una especie de desahogo. Algunas son de mero entretenimiento como El humbug, una sátira del modo de vida americano, o Un billete de lotería, un pasatiempo de escaso interés, o Los amotinados de la Bounty, una recreación del célebre suceso histórico. Pero otras son de un notable interés para comprender a un Verne desconocido que no se refleja en sus obras más célebres, pero está presente pese a todo en el conjunto de su producción, aunque sea entre bastidores.
Así, en El doctor Ox, un relato de más de cien páginas, Verne nos presenta a un profesor que intenta aumentar el vigor y la productividad de una indolente ciudad provinciana mediante el expeditivo método de insuflar oxígeno a su aire (el propio nombre del protagonista, Ox, proviene de oxígeno). La novelita no es tanto un tratado seudo científico sobre el experimento en sí (que acaba con una gigantesca explosión, lo cual era de esperar), como una sátira feroz, repleta de acerbas alusiones acerca de la indolencia provinciana francesa, reflejada en esa idílica e hipotética Quiquendone, situada en un lugar ignoto de Flandes.
Otro relato, La familia ratón, subtitulado «un cuanto de hadas», y escrito directamente «a mis queridos niños», es mucho más que eso: es una fábula adulta sobre el abuso del poder y una reflexión sobre la transmutación de los seres vivos. El señor Re sostenido y la señorita Mi bemol, por su parte, es una narración gótica, en que la llegada de un nuevo y extraño organista a un pequeño pueblo, hace temblar a los niños de la localidad su intención de sustituir los tubos del órgano por sus respectivas gargantas, según la nota que de cada una, convirtiendo así el coro de la iglesia en un órgano viviente y encadenado a los niños a esa máquina infernal. El maestro Zacarías, muy en la tradición de la anterior, nos presenta las cuitas de un maestro relojero enfrentado al tiempo y al diablo. La caza del meteoro6 es ya suficientemente explícita por su título…
Los seis relatos elegidos para formar parte de este volumen pertenecen a esa categoría descrita más arriba. De hecho, constituyen el núcleo de la escasa producción de obras cortas de Ciencia Ficción de Julio Verne. Ha habido que dejar de lado obras importantes como El doctor Ox y La caza del meteoro, que entran también de lleno dentro de esta categoría, pero cuya extensión las convierte en casi novelas que deben alinearse más bien entre su obra larga.
De los seis relatos, el que inicia el volumen, Un descubrimiento prodigioso7, es también el más extenso: una novela corta en realidad. En él, Verne vuelve a ocuparse de uno de los temas que, junto con el mar, más le obsesionan y que está latente en todas partes en su época: la navegación aérea. Pero aquí olvida el tratamiento de la «nave hélice» empleado en otras novelas suyas para lanzar una hipótesis más atrevida, que más tarde empleará también H. G. Wells con su famosa cavorita: la gravedad y su contrapartida, la antigravedad.
Verne no puede pasarse sin las explicaciones científicas detalladas de su invento, y así, el relato de la gestación y desarrollo de esa extraordinaria «invención» es modélico del modo de hacer verniano. Pero también le interesan aquí todas las repercusiones sociales de ese descubrimiento prodigioso, de modo que no duda en filosofar sobre la ética y la moral de los inventos y su aplicación práctica, y este elemento de la narración es, a mi juicio, lo que da mayor relieve a la obra, por encima de la anécdota de la trama. El final del cuento, brusco y seco como todos los finales de Verne, nos plantea una duda también clásicamente verniana: ¿hasta qué punto es real la realidad que nos rodea?
Gil Braltar es un divertimento que toca muy de cerca una de las eternas reivindicaciones de España: la recuperación del peñón de mano de los ingleses. Indudablemente, su escritura fue para Julio Verne, un desahogo de sus labores literarias habituales, un soplo de vital aire fresco. Pero la idea base del relato, ese empleo de los monos de Gibraltar para realizar su reconquista, no deja de dar qué pensar. Y, a un segundo nivel de lectura, el relato se revela como algo más que un divertimento.
En el siglo XXIX es el relato más de Ciencia Ficción (en el sentido moderno del término) de Julio Verne. Fue escrito originalmente en inglés para una revista americana, The Strand Magazine, y posteriormente traducido al francés y publicado por Hetzel en el volumen Ayer y mañana. La versión francesa difiera algo de la original inglesa (Verne retocaba a menudo sus obras, y hay algunas de ellas que tienen cuatro y cinco versiones), y a ella es a la que me he atenido. En el siglo XXIX es un relato muy a lo Gernsback, y también una mordaz sátira del american way of life, una de las obsesiones literarias de Julio Verne. Es por ese motivo quizá, el que más haya envejecido, precisamente por el detalle al que he aludido antes: ocuparse más de la técnica que del hombre, cosa que Verne, no acostumbraba hacer.
Frritt-Flacc es una perla rara dentro de la producción verniana. Fantasía pura, y fantasía onírica además, se aparta por completo, tanto en temática como en estilo narrativo, de todo el resto de la obra del gran autor francés. Este paisaje fantástico, desolado y azotado por las constantes tormentas, donde se mueve ese fáustico doctor Trifulgas, recuerda la mejor tradición de la literatura fantástica. Por supuesto, no puede ser calificado estrictamente como un relato de Ciencia Ficción; sin embargo, sí tiene muchos puntos de contacto con las experimentaciones literarias que en su tiempo emprendió la new wave, y con algunas muestras de la más reciente Ciencia Ficción fantástica, desde los Orsinian Tales de Ursula Le Guin hasta el Heliconia de Brian Aldiss.
Un expreso del futuro es otra perla rara dentro de la producción verniana. Aparecido originalmente en inglés en la revista The Strand Magazine, en el número de enero de 1895, no llegó a ser publicado nunca en francés, y muy pocas bibliografía de Verne lo citan como una obra suya. Escrito, como En el siglo XXIX, muy «a la americana», es en realidad una exposición novelada de un proyecto futurista que en su época ocupó por un tiempo las páginas de los periódicos: la posibilidad de enlazar Europa y América, por tren, por debajo del mar. Ahora que vuelve a hablarse intensa y recurrentemente del túnel bajo la Mancha (otro tema paralelo de Ciencia Ficción, que ocupó la pluma de muchos autores de la época de Verne y posteriores), resulta curioso revisar esa obra corta y casi desconocida de un Verne que, por una vez, se nos revela casi un divulgador científico, aunque para ello tenga que recurrir al clásico recurso de un sueño final.
El eterno Adán, finalmente, es el mejor colofón que podía tener este volumen. Se trata, en realidad (y cuento aquí también toda su obra larga, desde 20.000 leguas hasta De la Tierra a la Luna), de la única obra que puede considerarse realmente de Ciencia Ficción (en el sentido ideológico del término) de las escritas por Verne en toda su vida…, e incluso de eso hay ciertas dudas, pues algunos autores atribuyen la paternidad (o casi toda) a su hijo Michel, que tras la muerte de su padre se ocupó de la edición de algunas obras póstumas, revisando y reescribiendo algunos de los originales. En contraste con el habitual optimismo de casi toda la obra verniana (incluso teniendo en cuenta el ensombrecimiento de sus temas en sus últimas novelas), El eterno Adán es una obra eminentemente pesimista, que cuestiona la razón de ser de la presencia del hombre sobre la Tierra. Sin embargo, incluso en ese melancólico pesimismo que flota en todo el relato, hay una nota optimista en este renacer eterno de la humanidad.
Algunos estudiosos de Julio Verne han creído ver en el personaje principal del relato, ese zartog Sofr-Ai-Sr del futuro, al propio Verne de sus últimos años, examinando con ojo crítico la humanidad que avanzaba imperturbable a su alrededor; es probable. Lo importante es que El eterno Adán constituye, pese a ser uno de los relatos menos conocidos de Verne, su obra más impactante, por encima de sus grandes novelas «científicas», aunque fuera corregido y aumentado (o escrito incluso en su totalidad, como opinan algunos), por su hijo.
Verne, al igual que Salgari (apodado el Verne italiano), escribió fabulosas novelas de aventuras en los siete mares sin haber abandonado nunca su país natal1, pasó toda su vida repartida entre su Nantes, París y Amiens (de la que llegó a ser alcalde varios años), sin más aventuras exploratorias conocidas que un viaje a América y algunos cruceros en su yate, el Saint Michel III, ha llegado hasta nosotros como el escritor maestro de las aventuras insólitas.
Si su obra pertenece o no al género de la Ciencia Ficción, si son meras aventuras «científicas» o hay en ellas algo más que las eleva (?) de categoría, es pura especulación de críticos ociosos, algo así como buscarle tres pies al gato o averiguar si fue primero el huevo o la gallina. Julio Verne está aquí, sigue estando aquí, y más de ochenta años después de su muerte, y más de un siglo después de que fueran escritas algunas de sus novelas más famosas, sigue siendo uno de los autores preferidos de una juventud que sigue buscando a su alrededor el sentido de la maravilla, y los ya adultos no lo leemos tampoco con desgana: me confieso de haber tomado en alguna ocasión uno de los libros de Verne de la biblioteca de mis hijos para releer, quizá con nostalgia, pero también con aquella ilusión infantil con que las saboreé la primera vez, algunas de sus páginas.
Verne puede ser un simple escritor de aventuras científicas, nadie lo discute; pero mientras siga despertando sentimientos en nosotros, seguirá siendo un gran autor, y seguiremos leyéndolo generación tras generación. Cosa que no podemos decir de muchos de sus contemporáneos, ni tampoco de la gran mayoría de los autores posteriores, consagrados, de la Ciencia Ficción.