en

El humor de juventud de Julio Verne

Dejando al margen el secreto real que alimenta las páginas de El círculo Verne, durante el proceso de documentación de mi última novela descubrí un aspecto muy poco conocido del autor de los Viajes Extraordinarios, su particular sentido del humor. Como podrá comprobarse a lo largo de este artículo, Julio Verne dejó constancia de ese ingenio en un período muy concreto de su vida, desde su llegada a París en 1848 hasta su matrimonio con Honorine en 1857. En esos nueve años, mientras seguía el mandato paterno de estudiar Derecho y, a la vez, buscaba un hueco en el mundo de las letras frecuentando los ambientes literarios de la capital francesa, Verne nos regaló una docena de cartas que, por suerte, fueron conservadas por sus destinatarios, sobre todo familia y amigos, para llegar hasta nuestros días con la fuerza de los recuerdos inmortales.

Sin ir más lejos, a principios de 1853, cuando el joven Julio contaba ya con veinticinco años, su madre parecía preocupada por las noticias que le llegaban desde París, según las cuales, la indumentaria habitual de su hijo distaba mucho del porte tradicional de un burgués de provincias.

Sophie le transmitió su inquietud a Verne por medio de una misiva, a la que el aspirante a escritor contestó con un gracejo difícil de asimilar para un lector de sus novelas:  «Yo te aseguro, querida mamá, que tengo la pinta de un poeta lírico y que ando dignamente por los bulevares de París. No sé quién haya podido darte una idea tan desastrosa. No ignoro, en efecto, que hay caballos de buena familia, perros de alta cuna, que van mejor vestidos que yo. Pero no a todo el mundo le es dado poder piafar ante las calesas o acostarse en el edredón de las duquesas. Mis calcetines de lana están muertos y enterrados con todos los honores. Los que me ponga el próximo invierno están aún paciendo en las verdes praderas de Berry. Los que llevo, de algodón, se parecen a una tela de araña en la que hubiera permanecido varias horas un hipopótamo. Nunca el agujero ha dado tantas pruebas de fecundidad. La realidad rodea aún mis pantorrillas, pero mis pies van pisando la nada.»

Al igual que sucede en la carta que se reproduce a continuación, Julio utilizaba el humor para despertar lástima entre los sentimientos de su madre. Su progenitor, Pierre Verne, le había cortado su asignación mensual con la esperanza de que olvidara la literatura para centrarse en las leyes.

Pero el hijo no quería desprenderse de su gran sueño, ganarse la vida por medio de la escritura, y le lloraba a su madre a la menor oportunidad: «Sí, iré a ver a Madame Laborde. Sí, te lo he prometido. Pero tienes ilusiones extrañas sobre mis camisas. Me aconsejas que les haga poner pecheras. Pero, querida mamá, si ni tan siquiera tienen trasera. A esto me argüirás que la señora baronesa no se dará cuenta. No seré tan presuntuoso como para llevarte la contraria. Pero sufro crueles insomnios por esta falta de cubrepechuga. No lo veo todo negro, lo veo todo en camisa, y, según me han dicho, tan sólo las mujeres bonitas son agradables de ver de esta guisa.»

Su manera de dramatizar la realidad resulta deliciosa en cada una de las líneas que salieron de su pluma durante aquella época de descubrimientos, necesidades y problemas de salud. Porque, en esos años, por encima de las críticas hacia su imagen, la moral de Verne se vio especialmente afectada por un asunto que él mismo describió con precisión en una carta a su madre fechada a finales de noviembre de 1854: «He vuelto a tener diarreas. Me he puesto más lavativas. ¡Qué remedio! Y ahora, en vez de estar suelto, estoy estreñido. Empiezo a estar harto de una vida que limita al norte con el estreñimiento, al sur con la descomposición, al este con las lavativas exageradas, al oeste con las lavativas astringentes. […] Es probable, mi querida madre, que estés enterada de que existe un hiato que separa ambas posaderas y no es sino el remate del intestino. […] Ahora bien, en mi caso, el recto, presa de una impaciencia muy natural, tiene tendencia a salirse y, por consiguiente, a no retener tan herméticamente como sería deseable su gratísimo contenido. […] Porque, por decirlo de una vez, el culo no me cierra bien.»

No es fácil imaginarse al autor francés escribiendo este tipo de misivas. Sin embargo, conviene recordar que el Julio Verne reconocido por millones de lectores no nació hasta el mes de octubre de 1862, cuando estampó su firma junto a la de Pierre-Jules Hetzel en el contrato de edición de su primera gran novela, Cinco semanas en globo. Antes de esa fecha, existió otro Julio Verne, un muchacho de familia acomodada que buscó su oportunidad en la capital al regazo de hombres como Alejandro Dumas, con quien compartía algún que otro secretillo, según le confesó a su amigo Ernest Genevois en 1855: «No hablemos mal de la gente que sufre descomposición. Ahí tienes al tío Dumas, con cagalera desde hace dieciocho años y es nada menos que Dumas padre. Yo me lavativo con fuerzo durante estos últimos tiempos, pues tengo que remediar un grave inconveniente: se ha descubierto que mi trasero no cerraba bien, que deja pasar el aire y hay que ponerle burletes. Te aprieto el tuyo.»

Una vez más, las palabras de Verne nos ofrecen una vertiente oculta de su inmenso talento literario, de sus facultades innatas para narrar historias, ya fueran científicas, dramáticas o, simplemente, ridículas. Incluso no se puede descartar que, de haber vivido en la época actual, Julio Verne se hubiera convertido en un escritor famoso no por su novelas visionarias, sino por otro tipo de libros con gran aceptación en nuestros días, como los humorísticos o los eróticos. Y es que a Verne también se le atribuye una especie de poesía soez que llevaba por título Lamentación de un pelo de culo de mujer. El encabezamiento ya es lo suficientemente claro. Pero, dada la rareza del texto, reproduzco la traducción que aparece en la biografía de Herbert Lottman:

Adiós, pues, queridos colegas

del sobaco. Y adiós, hermanos

del ojete. Mi hora postrera

la imaginé en un bidé, ahogado.

Mas resido, y me desespera,

en un culo jamás lavado.

            Pese a los intentos de numerosos vernianos, no se ha podido probar la autoría del escritor francés. Por el contrario, su pertenencia a un club de solteros convencidos sí está documentada. Algunos biógrafos se refieren a este grupo como el Club de los vírgenes necios, mientras que otros lo llaman el Club de los once sin mujeres. Pero, con independencia del nombre, lo que está claro es que tanto Verne como los demás miembros del grupo presumían de soltería y rechazaban de plano el matrimonio. Basten como ejemplo estas líneas dirigidas a su amigo Genevois en 1855: «En fin, si persistes, pese a mis tajantes advertencias, en tu idea de cometer la peor tontería que pueda hacer un hombre joven, piensa que, tarde o temprano, seré yo quien tenga que consolar a tu mujer. Ya conoces mis gustos. Escógela, pues, en consecuencia.»

De igual forma, en otra carta a sus padres describe con desprecio la boda de uno de sus amigos: «Acabo de casar a Víctor Marie. Todo el mundo se casa, salvo yo. El jueves de Pascua fui a Saint-Germain des Près, a los funerales. Yo estaba singularmente emocionado al ver pasar el cortejo fúnebre. Singularmente emocionado, es decir, embargado de un ataque de risa que aún me dura. Nunca, no, jamás podré figurar seriamente en una ceremonia de este género.»

Pero Verne se equivocaba, porque en 1857 se casó con una viuda de Amiens que contaba con dos hijas de su primer matrimonio. Lo que nunca sabremos es si se enamoró realmente de Honorine Devianne o si escogió a su mujer según los criterios que le confesó a Genevois: «Has olvidado una cosa, Ernest, y has cometido un grosero error en medio de las grandes verdades que me asestas, y es que yo no cargaré con la primera muchachita que tenga unos buenos ojos y una buena pechuga, si su pechuga no tiene esperanzas y si sus ojos no tienen una perra. La pechuga es algo importante, lo confieso, cuando se está junto a ella, pero es también menos que nada cuando uno está a cientos de leguas, pues no tengo la pretensión de que mi mujer tenga una espetera de Quimper a Lons-le-Saunier. Preferiría incluso que tuviese una teta de menos y una propiedad de más en la Beauce, una sola nalga y unos buenos pastizales en Normandía. Así soy yo: un castillo y un corazón.»

Sin embargo, esta misiva se contradice con una respuesta de Verne a su padre, que en 1855 le sugirió que entablase amistad con una rica heredera de Mortagne. La carta tampoco tiene desperdicio: «Pues bien, sí, si es preciso iré a vivir a Mortagne. Veo ya mis propiedades ricamente extendidas al sol, mis granjas en pleno rendimiento, mis campos en plena producción. El suegro es un buen hombre barrigón. La suegra coge sus gallinas, hilas sus peras, cría sus confituras. En cuanto a la hija, mi mujer, no está ni bien ni mal, no es ni estúpida ni inteligente, ni divertida ni desagradable. Me da un hijo o una hija cada nueves meses, lo que me hace tan feliz como el fin de un cuento de hadas. ¿No está ahí mi porvenir, puesto que la felicidad de la existencia consiste en tener el cerebro atrofiado y en vivir la existencia de los patos de una charca?»

Desde luego, tras repasar estos ejemplos de su ingenio, a los que más tarde se unieron un centenar de novelas, se puede afirmar con rotundidad que el cerebro de Julio Verne siempre funcionó bajo el dictado de su inteligencia, la misma que le llevó a encerrarse en una charca de cuartillas y tinta de la que nunca pudo escapar.